dijous, 22 de maig del 2014

Madera



Tercera visita al estado de Oaxaca. Tengo a su capital, Oaxaca de Juárez, por la mejor ciudad del planeta en competencia con Ámsterdam. Se llega en autobús desde Puebla en cuatro horas y media, después de atravesar una cadena de cerros en cuyas estribaciones crecen grandes cactus, verticales y obstinados. Para Tábatha el paisaje es anodino, pero para mis ojos mediterráneos, acostumbrados a los pinos y el romero interminables, tiene algo de extraterrestre.

Pero Oaxaca de Juárez no es el asunto de esta entrada. A 12 kilómetros está Santa María del Tule, municipio que alberga el árbol de idéntico nombre. Se trata de un gigantesco ahuehuete (42 metros de altura) cuya edad se estima en más de 2.000 años. Es la cosa viva más vieja que he visto jamás, y que probablemente veré. Aunque una verja impide llegar hasta su tronco, el descomunal ramaje se extiende por encima y llega casi hasta el suelo. No puedo apartar la mirada del tronco. Los siglos le han hecho retorcerse en indescriptibles volutas de madera, concentrarse en nudos monstruosos. Recibo inmediatamente su energía. De las campanas de la iglesia contigua gotea una melodía elemental; un anciano la silba. (Más tarde lamentaré no haberle preguntado.) Lloro, insospechadamente, limpiándome por dentro.

Desde ahí tomamos un taxi en dirección a Mitla (cuyo yacimiento arqueológico esperamos visitar en nuestro próximo viaje a Oaxaca), pero no para ir hasta allá sino para quedarnos un poco antes, en Tlacolula de Matamoros, y entrar en la Iglesia del Santo Cristo. El templo fue construido en el XVI, pero lo realmente singular es la capilla barroca, erigida un siglo más tarde. El conjunto escultórico es aterrador. Cada santo tallado en la madera es una admonición, una siniestra advertencia. Heridas, miembros amputados, cuerpos hirviendo en calderas. Un cristo sedente, lacerante y lacerado, te mira desde el inframundo. Hay espejos estratégicamente situados debajo de cada figura: al parecer, si alguien se ubica en un determinado lugar del interior de la capilla convergen en él las miradas de todas las estatuas.

Salimos de la opresiva capilla con la sensación de dejar atrás el infierno de Dante. Si quienes la diseñaron lo hicieron con la intención de infundir el temor a Dios, desde luego que lo lograron. El contraste con la salvífica energía del Arbol del Tule es radical. Cuando, días más tarde, leo que fueron manos indígenas las que tallaron la madera que da forma a los santos mutilados, me estremezco pensando que pudieron ser esas mismas manos las que salvaron de la rapacería colonial a la madera del ahuehuete.



dimecres, 7 de maig del 2014

Cumpleaños



Iba a escribir “cumplo 47 años en una tierra extraña”, pero es falso. Es la tierra hacia la que he dirigido mi destino, la que he elegido para demostrarme que puedo conducir mi existencia a pesar de las monstruosas inercias.

Pero miro el cielo, aspiro este aire y pienso que acaso me estoy mintiendo, que me eligió ella, esta tierra, a mí.

En cualquier caso, no es extraña. Ni remotamente.

Linx duerme sobre mi chaqueta, como en Barcelona. Se ovilla y cierra los ojos, y sabe que esa prenda es mía y por eso duerme sobre ella como sobre una patria.

Yo, como él, cierro los ojos; como de costumbre, escucho los pájaros, un perro muy a lo lejos. Y más lejos aún, a 9.500 kilómetros, la voz de Martina, mi hija. 

Sólo falta ella. Cuando llegue, juntos los cuatro, cerraré mi frontera. Ya no me moveré de aquí.


Cumpliré aquí todos los años que faltan.

divendres, 25 d’abril del 2014

Paraíso



Por lo general despertamos a las seis de la mañana. Preparo el desayuno, reviso el mail, ojeo -sin hache- los diarios online. Cuando Tabatha y Aitana están ya listas y en el coche, suelen ser las siete y media, abro el portón metálico y entonces, todavía en pijama, echo el primer vistazo al cielo y a la calle donde vivimos: Tulipanes 7A, Paraíso Casa Blanca, Puebla.

Paraíso Casa Blanca es una colonia popular de las muchas que se extienden por la periferia poblana. A los taxistas hay que especificarles: más allá de Amalucan, más allá de Chapultepec, por la salida a Tehuacán a la derecha. Según la distancia hasta el centro -unos 35, 40 minutos- vendría a ser como La Bordeta. Pero social y urbanísticamente no hay modo de encontrar similitudes con barrio alguno de Barcelona. Yo, que he vivido en la zona más pija del Raval y en el Born en auge, fashion hasta el desmayo, he ido a parar a la calle que veis en la foto.

Y sin embargo, esta barriada tiene su encanto. Y sus comodidades. No hay casi tráfico. Puedo ir a comprar en ropa de cama a los dos colmaditos cercanos. Ni un ruido por la noche, sólo nuestros gatos y sus pleitos con otros gatos. Sales al jardín y ves un cielo descomunal, con el sol o con la luna. Los vecinos se conocen y se ayudan; los rateros, si son descubiertos, lo tienen crudo. El ayuntamiento no te exige permiso de obras. Me gustan los anuncios electorales pintados en las paredes, las parejas preadolescentes que me miran como si fuese albino, el caos de cables eléctricos. Agarras la bici y es todo casi plano, el azar determina si la siguiente calle estará o no pavimentada. Doblas una esquina y hay vida de verdad: niñas de quince años con sus niñas de uno, con sus mamás de cuarenta y sus abuelas de sesenta rebullendo en los mercadillos, mecánicos y albañiles comprando y llevando acá y allá esto y aquello, o simples chavales en chándal, vagos y aburridos como los nuestros.

Pero ni un guiri. Soy el único europeo de la colonia. El único güerito. Siempre en playera sin mangas y siempre con tenis. La tía de Tabatha habla de mí en la tiendita, “es el marido de mi sobrina, ya se regresó a Puebla, están bien felices”, y le contestan “¡ah, claro, el español!”. Modo ‘ironías de la vida’ on: no me molesta en absoluto que ellos me llamen así. Aquí significa otra cosa, remota, casi exótica, a la que mis vecinos se van acostumbrando al mismo ritmo que yo me acostumbro a llamar la atención.

diumenge, 20 d’abril del 2014

En la piedra donde florece el tunal

Dos días en Ciudad de México, capital del estado, también conocida como Distrito Federal o simplemente como DF. En esta monstruosidad de 1.500 kilómetros cuadrados habitan más de 20 millones de almas. Cuando uno aterriza en ella (literamente “en ella”: el aeropuerto está DENTRO del trazado urbano) puede percibir desde el avión la desmesura de su desarrollo: la alfombra de edificaciones se pierde en el horizonte, en todas direcciones.

Aunque la altura (2.240 metros sobre el nivel del mar) es aún mayor que la de Puebla, el smog compone un aire espeso que ensucia el azul del cielo allí donde lo mires. No se le pudo encontrar emplazamiento menos confortable: sobre el lago Texcoco y en la intersección de la Falla de San Andrés y la Falla Mesoamericana, Ciudad de México está, además, rodeada de volcanes. No es de extrañar que sus habitantes tengan bien presente el protocolo de actuación en caso de seísmo. Difícilmente se olvida que en 1985 un devastador terremoto se cobró aquí 10.000 vidas y derribó 100.000 estructuras.

Nuestro hotel está a 10 minutos del centro histórico. Hay tanto que ver y sólo 48 horas... Breve visita al museo de Bellas Artes, donde los murales bolcheviques de Rivera, Siqueiros, Tamayo y González Camarena imponen por su monumentalidad, y paseo interminable en busca la terraza del del Centro Cultural España: las cuadras son enormes, más extenuantes que las de Londres, y callejeamos hasta reventarnos las suelas.

Al día siguiente nos vemos obligados a escoger: ¿Antiguo Colegio de San Ildefonso, Exposición sobre los mayas en el Palacio Nacional o Templo Mayor? Templo Mayor: ahí están las ruinas de Tenochtitlan, la antigua capital del imperio mexica. Tal parece que las tropas de Cortés la hubieran cortado al ras y a guadaña para que la vista de la catedral, sobre sus restos construida, certificase la victoria cristiana sobre la cosmogonía azteca. En el museo del templo la imaginería mexica resplandece de sed de venganza: águilas y jaguares y serpientes y ranas y pumas adornando máscaras, cuchillos de sacrificio, instrumentos de viento y percusión, piedras de sol. Una enorme figura de Tláloc, deidad del ciclo del agua, se sujeta el hígado colgante, amenazador como un Cristo.

Comemos en el patio de El Pasagüero: guacamole con totopos, sopa de migas, tacos de pescado rebozado y tiras de huachinango crudo adobado, con ocho salsas a nuestra disposición y las cervezas a la temperatura que a mí me gusta, rozando la congelación. A Tabatha se le pasa súbita y misteriosamente el dolor de barriga. 10 euros por persona. No sólo Puebla es insultantemente más barata que Barcelona.

Al caer la noche bajamos a la Plaza Garibaldi, muy parecida a la Plaza Real en 1984 aunque entre ambas no se dé la menor similitud arquitectónica. Puro territorio de mariachis y gentes de mal vivir. Y turistas audaces. Recalamos en la solera del viejo Tenampa, donde nos pedimos mezcales, coronas y rones, y pedimos a un grupo de mariachis que nos cante Me sacaron del Tenampa, claro.

A la mañana siguiente, justo antes de regresar a Puebla, un terremoto de escala 7’7 sacude el DF. La habitación se balancea como un tiovivo y no puedo dar crédito a esa experiencia hasta que Tabatha me pregunta: “¿sentiste el temblor?”. Salimos del hotel con el tiempo justo de recoger nuestras ropas y orinar. En los pasillos la gente grita, pero en la calle los camareros llevan bandejas aquí y allá como si nada anormal sucediera. Sólo un susto. Está bien. Está muuuy bien. No me gustan las ciudades que sólo muestran el lado guapo de su cara.

dijous, 10 d’abril del 2014

Proust

Lo primero que, más que llamar mi atención, me impactó cuando llegué a Puebla fue la violencia de los olores. A fuel, a neumático quemado en las calles. A fruta y a carne en los mercados. A incienso y a flor mustia en los templos. Aromas de los años 70 que me sumergieron en un proustiano caos de déjà-vus (o, siendo rigurosos, de “déjà-sentis”).

Particularmente intensa fue mi primera visita al Mercado de Amalucan. Me sentí transportado en el tiempo, como si de una bofetada me hubieran enviado al antiguo Mercado del Guinardó de la mano de mi madre. Y no sólo por los estímulos olfativos, sino por el pack fenoménico completo: los suelos sin acabar, las balanzas mecánicas, la irregular geometría de las callejuelas, los techos de amianto, la ausencia de turistas (¡he comprado los últimos 15 años en el Mercat de la Boquería!), el trato de los dependientes… Ni siquiera la percepción de algún vegetal inusual en Europa (la papaya, el nopal) perturbaba el efecto.

En Amalucan compramos todos los fines de semana, pero no hay visita que no me sumerja en esa nostalgia. Imagino que terminará desapareciendo, si vivo aquí los años suficientes.

Como las calles de Puebla están pésimamente asfaltadas y los poblanos no sienten la absurda y muy europea necesidad de cambiar de coche cada dos años, los mecánicos proliferan como los bares de chinos en Barcelona. En muchos barrios, esa abundancia deriva en la omnipresencia de los aromas propios del taller de reparaciones: aceite, grasa, chapa y goma quemados. No será sano, pero me gusta. En 1974 la Meridiana olía igual.

En los pueblos el viaje en el tiempo es mucho más largo. En Atlixco y en Cuetzalan conocí el aroma del copal, elemento ausente en la odorografía europea, cuya combustión, más que a la infancia, me remonta a la noche de mis tiempos, a reflejos ancestrales y remotos que cuestionan mi propia visión del mundo. La certeza de haber vivido antes de haber nacido no se aviene con mi racionalismo, lo que me impide continuar escribiendo. Dejémoslo, flotando, ahí.

dimarts, 8 d’abril del 2014

Aquí

Ignoro por cuanto tiempo prolongaré mi cuarta estancia aquí, en Puebla, capital del estado mexicano del mismo nombre. Sólo Martina, mi hija, me obliga a considerar una fecha concreta de retorno a Barcelona, la ciudad en que nací y donde he vivido durante los 46 años de mi vida. O, más de acuerdo con la realidad, mi hija y los engorrosos asuntos laborales y fiscales que siempre complican, por no decir enlodan, algo que debería ser tan sencillo como el traslado a otra parte del planeta. A escala cósmica, ¿qué son 9.500 kilómetros? Pura nada. La entera Tierra es nada.

Una mudanza transoceánica es lo suficientemente cara como para que, a pesar de estar cómodamente instalado en casa de Tábatha (mi adorada novia poblana), eche en falta mis discos de vinilo, mis libros y mis películas. Espero, no obstante, solucionar este asunto en un tiempo relativamente corto. En el peor de los casos, antes de que termine el año.

Aunque recientes problemas vesiculares parezcan demostrar lo contrario, me he adaptado extraordinariamente bien a los usos gastronómicos del país. (Tiempo habrá de pormenorizarlos en entradas posteriores). La sequedad del clima es una bendición; tener la playa más cercana a 10 horas de coche me parece un mal menor cada vez que recuerdo la pegajosa humedad de Barcelona y sus perniciosos efectos sobre mi estado de ánimo. Desde que llegué, el 26 de marzo, el sol ha brillado casi ininterrumpidamente en el cielo poblano, uno de los más luminosos que he contemplado. Dejé mi ciudad con 10 grados centígrados y aterricé en el DF con 20. Primavera de golpe. O casi verano.

Cierro los ojos. Pájaros, alguna voz a lo lejos. Por la ventana abierta de la sala en la que escribo entran y salen Titi, la gata de Tábatha, y Linx, mi gato, al que he obligado a cruzar el Atlántico y que trata de acomodarse a su nuevo hogar, de buscar espacios confortables y hacerlos suyos. Como yo.